Las patas de pollo
Mi esposa regresa a la casa después de estar en el Seguro Social donde fue a buscar su reposo médico. –Después de todo, sentencia en su comentario, quien me sirvió de terapia psiquiátrica fue la enfermera. –Y eso cómo fue. –Pues resulta que esta mañana Xiomary estaba de las mil maravillas. –Y no va estar, le digo. –Si le llevaste unos suspiros.
Hablamos de repostería y además, terminamos desahogándonos de esta situación donde nos encontramos. –Fíjate que hay unos que están peor que nosotros, los profesores universitarios. Las enfermeras, como ella me dijo, hacen de tripas corazón para poder sobrevivir.
Me comenta mi esposa que Xiomary y la mayoría de las otras enfermeras van al trabajo con los zapatos rotos. –Ellas se burlan de sí mismas y con las otras compañeras y muestran sus zapatos con las suelas ahuecadas. –Es que tienen ventanitas para ventilación. –O viene al consultorio con las pantaletas amarradas que le presta su mamá, también con sus sostenes que ajusta porque son de una talla más grande.
-Me interesa aprender la técnica para hacer galletas, le comenta a mi esposa. Porque de eso estoy viviendo en los últimos meses. Le confiesa que uno de esos días salió desesperada del Seguro porque no tenía nada de comida para llevarle a sus hijos. Se fue a una carnicería y le pidió al dueño que le verificara si en su tarjeta tenía algo de dinero. Pero el carnicero se negó. Fue tanta la súplica que el ayudante se apiadó y se le acercó. –No se preocupe, señora, yo la ayudo.
Pesó un kilo de pollo y se lo dio con todo y bolsa. –Usted me ayudó la vez que fui al Seguro, ¿se acuerda? …-¡y ella que pensaba comprar apenas unas cuatro patas de pollo!
Salió apurada de la carnicería y en media calle el llanto no la dejó seguir. –Es que ni me acordaba de ese muchacho que me ayudó. –Me da hasta vergüenza que un desconocido venga y me ayude. –Así estaría de desesperada, le comenta a mi esposa.
-Hace tiempo dejé de comprar desodorante, pocas veces nos bañamos con jabón de olor y hasta me han crecido los pelos de las axilas. –La otra vez me fui a ver con el médico y me pidió que me desvistiera para hacerme una evaluación. Cuando fui a quitarme la blusa, me acordé que tenía semanas sin afeitarme los sobacos. –Doctor –le dije- es que me da pena que me vea así tan descuidada. -¡Ah, caramba, mujer! Así andamos casi todos.
La tragedia venezolana no ha mejorado en nada. Por el contrario, cada día las historias del hambre se siguen escuchando y multiplicando. El rostro demacrado, desolado, desesperado, hambriento de todo, inseguro, triste, incluso con un olor distinto, es de este venezolano que habita en el socialismo-chavizta del siglo XXI. Así también los espacios públicos: calles rotas, con aguas negras que vierten la putrefacción continua, inmuebles abandonados, transporte urbano con autobuses sucios, con los vidrios rotos y soltando al viento el humo negro de sus motores.
Todo muestra un sitio muy cercano a la tristeza y el llanto. Todo es un sobre esfuerzo. Un inmenso y sobre humano trabajo donde la depresión te paraliza, te hace pesado el cuerpo por las mañanas para levantarte.
Comentar la cotidianidad, el día a día de un país, una sociedad que ha sido quebrada, fracturada y evidentemente en proceso de desaparecer, resulta algo que es difícil, casi imposible de creer. Por más que lo estés viviendo quienes residen en otras sociedades te dirán que es falso. Pero el gris opaco y la tenue luz de las calles al atardecer, van mostrando las siluetas silenciosas de quienes vagan buscando en los basureros el alimento para sobrevivir. Y cada día la muchedumbre aumenta su desesperación.
-Pero hay que seguir adelante, aunque sea burlándose de uno mismo, -le comenta la enfermera a mi esposa. –No queda de otra, -porque si me entrego a morir no tengo quien vele por mis hijos.
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