La perversidad como criterio político (dictatorial)
Desde que Aristóteles dejó ver la política como el recurso mediante el cual se hace posible enfocar la convivencia del hombre desde la perspectiva de la socialización, el mundo comenzó a entender y atender problemas cuyo sistema nervioso alcanzaba los más remotos parajes propios de toda situación precedida y presidida por los intereses y necesidades que movilizan la vida humana. A partir de ese momento, la dinámica social comenzó a marcar la ruta de movilización de la cual hablaría luego la historia política de las pueblos.
Sólo que desde un principio, dicho llamado, lejos de ampliarse a través de los canales de participación e integración que las interrelaciones humanas podían haber exhortado progresiva y sistemáticamente, comenzó a darse de una manera capciosa. Dada esta situación, las realidades devinieron en inmediatas respuestas. Una de ellas, sirvió para allanar los intersticios que se tienen cuando las compuertas del diálogo que debió iniciarse de cara a los problemas que ya venían acumulándose, concebido como producto de un primigenio pacto social, se cerraron en contraposición con las oportunidades que habrían permitido la fluidez de procesos naturales pautados por la coexistencia y correspondencia, supremamente fundamentales para la vida del hombre.
En el ínterin de estas realidades, que además se propagaron con el devenir de las sociedades en cada pueblo, nación o espacio ocupado por conglomerados humanos, se vivían desviaciones asentidas como parte de la idiosincrasia de los pueblos. Y que en efecto, continuaron trazando su impronta de perversidad. Esos vicios fueron consustanciándose con el desarrollo de la política y su ejercicio. Por una parte, los representantes del poder pronunciaban piezas discursivas que exaltaban valores que acompañarían la praxis política prometida. Por la otra, las realidades mostraban la cara oculta de todo cuanto se suscitaba en nombre de descomunales proyectos políticos cuyas fuentes de inspiración, poco o ninguna relación mostraban respecto de los que acontecía alrededor de lo cuestionado o aludido.
De esa manera, las situaciones que signaron la vida política desde que los griegos concibieron la política como condición de vida, terminaban siempre denigrando del esfuerzo que animaba su realización. Aunque todo ello se debía a la incongruencia que siempre se articuló, incluso se adoptó como criterio de activismo político, entre el deber ser, el poder ser y el tener todo o lo posible bajo dominio propio.
En el centro de tan discordante realidad, comenzaron a tramarse contravalores y antivalores que incitaron la maldad, el egoísmo y el resentimiento. Este cuadro de aversión social, provocó el dislocamiento de actitudes y aptitudes que terminaron por desenfocar la política de los propósitos que motivaron su ascendencia. Aunque lo peor vino después. O sea, luego que tan azarosos infortunios vulneraron el cuerpo que sirve de fundamento a la praxis política.
Es así como el ejercicio de la política se tergiversa a lo largo del curso de la historia. Particularmente, toda vez que los intereses y necesidades que dinamizan su naturaleza, confunden y enrarecen objetivos, estrategias y programas de gestión pública. El caso Venezuela es patético en ese sentido y otros más. Particularmente, a la luz de la crisis de dominación y de acumulación que se tiene en el marco de una crisis de Estado.
Respecto de dicha crisis, es importante entender que, aun cuando no es sólo resultado del desastroso modelo de gestión gubernamental que siguió el actual régimen desde un primer momento, atendiendo quizás el concepto de revolución del cual se valió para asentir los obtusos criterios con los cuales impondría la demagogia que encubría sus decisiones, el desorden que descalabró la institucionalidad democrática vino acentuándose desmedida y desvergonzadamente desde mediados del siglo XX.
Debajo de lo que, en lo particular, ha podido advertirse como gestión de gobierno, por precaria que ha sido desde enero de 1999, la impudicia y la soberbia imperaron con toda la desfachatez que permitió el populismo como recurso de asalto del poder político. Todo arreció al momento de ordenar ejecutorias que se apartaron del texto constitucional sin más excusa que la de enquistarse en el poder por encima de la contraofensiva demostrada por un pueblo cuyo clamor ha sido: libertad y democracia. Sin embargo, pudo más la malicia de una política que buscó actuar excusándose en justificativos forzados en circunstancias animadas por la violencia inducida con recursos gubernamentales, que el idealismo de tantos jóvenes y gente adulta que prefirió encarar la represión emulando el ejemplo de la simpleza del pequeño y temerario David cuando decidió enfrentar al corpulento gigante Goliat a quien venció con el arma más rupestre: una honda cuya piedra fue a dar a la humanidad del fornido y fanfarrón grandulón.
El régimen ha pretendido amplificar la incontinencia política de gobernantes, quienes además de pretender actuar por encima de preceptos constitucionales causando la demolición del curso de la democracia ya bastante apaleada mediante la violación de derechos humanos, intentan desmontar la concepción de “república” para sustituirla por la de “tiranía”. Para eso le ha servido la fraudulenta Asamblea Nacional Constituyente.
De hecho, sus presunto “constituyentistas” fingen actuar apegados a procedimientos judiciales cuando en verdad son groseros procesos políticos que funcionan cuales órganos de facto cargados de resentimiento, odio y venganza. Pero también, sujetos a procesos inquisitivos para entonces justificar la creación de aparatos represivos disfrazados de cuantas comisiones legislativas han podido estructurar. Además, con los métodos propios de un Tribunal de Inquisición. Tan soez trampa, sólo fungirá como la perfecta técnica cuyo nivel de salvajismo, permitirá al régimen no sólo manejarse de la mano de la usurpación. También, para convalidar sus engaños. Así que pivotan sus decisiones en la perversidad como criterio político (dictatorial).